Llevo días intentando decidir el tema al
que dedicar el rinconcito que Paco Márquez me reserva cada mes en su
Universo Gaditano. En un principio, pensé en escribir sobre el
preocupante aumento de gaditanos que consideran legítimo el uso del
insulto, la amenaza o el escándalo como método para acceder a una
vivienda o conseguir una licencia ‘por la vía rápida’, aunque sea en
detrimento de otros en peor situación. En concreto, se me vino a la cabeza - por ser el más mediático - el
caso de Milagros Arzúa y sus tres hijos. Por una parte, no comparto ni
puedo aceptar la manera de actuar de esta joven y sus defensores; pero
por otro lado, soy consciente de que es muy sencillo criticarla por sus
formas desde este cómodo sillón y con el techo que cubre a mi familia
asegurado. Esta tesitura generó en mí un conflicto ético y moral, del
que la única conclusión clara a la que pude llegar fue la
de que cuando legalidad y humanidad no van de la mano, es porque la
primera está mal concebida y por lo tanto es necesario modificarla o
sustituirla por otra u otras que garanticen la justicia y la dignidad de
las personas.
Días más tarde, mientras navegaba por la
red, me di de bruces con otro tema susceptible de convertirse en
artículo: una descarnada crítica a José Pettenghi, a su pesimismo existencial y a la orientación ideológica de sus columnas de opinión. En ella, el único argumento - si es que así puede denominarse – que utilizaba el autor (bajo
pseudónimo por supuesto) para atacar al que fuera concejal y director
del Instituto Columela, era, una vez más, el de la trayectoria vital de
su padre, el coronel Pettenghi. Entre otras cosas, reprochaba al
profesor el hecho de haber pasado su infancia en el Gobierno Militar y
haber acompañado a su padre cuando era sólo un niño. Pensé que el
anónimo autor de tan burdo y despectivo escrito (casi un calco del
publicado hace un par de años por José Blas Fernández), podría tratarse
de una de esas personas incapaces de concebir siquiera la idea de que
todos los seres humanos tenemos, por el simple hecho de serlo, el
derecho natural de pensar por nosotros mismos (otra cosa es que hagamos
uso de él o no). Total, que una vez más lo atacaban simplemente por ser
‘un hijo de su padre’; un hombre, por cierto, que además de militar, fue
defensor y difusor de la cultura como pocos, poseedor de un vasto
conocimiento que abarcaba diferentes disciplinas - destacando las Bellas Artes - y
un narrador excepcional. Tras pocos minutos, me di cuenta de que sería
un desperdicio emplear este espacio para comentar las palabras de
alguien que ataca como todos los cobardes, embozado, con la única
intención de zaherir a Pepe Pettenghi y con un desconocimiento absoluto
de la figura de su progenitor y de la suya propia.
En definitiva, seguía sin tema para mi
artículo. Por mi mente, cada vez más inquieta por un interminable
bloqueo creativo, desfilaron varias posibilidades, entre las que
figuraba la de comentar la reciente apertura de ‘La taberna del
Anteojo’, de la mano de Pepe Ferradans, con la que Cádiz recupera uno de
los nombres míticos de nuestra hostelería. Su propietario, como pueden
imaginar, es el hijo del inolvidable y querido José Ferradans Iglesias,
‘Pepiño’, que a base de sangre, sudor y lágrimas, levantó el mejor restaurante de Cádiz, con un salón de celebraciones en el ático desde el que la mar, bañada por el sol, realmente parecía ser de plata pura. Pero al final, tampoco terminó de convencerme la idea.
Desazonado y un tanto cabreado, decidí
dar un último repaso a las posibilidades que había sopesado y observé
que, en el fondo, todos recogían historias de padres e hijos; desde Mila
Arzúa hasta José Ferradans, pasando por Pepe Pettenghi.
Justo en ese punto, me di cuenta de que
había tenido delante todo el tiempo la respuesta a mis cuitas y
quebraderos de cabeza. Recordé a mi padre, escribiendo en su despacho de
casa con la ruidosa Olivetti eléctrica que mi madre le había regalado a
mediados de los 70, antes incluso de venir yo al mundo. Según me relató
mi progenitor en numerosas ocasiones a lo largo de los años, mi madre
reunió las 150.000 pesetas - un capital para la época - que
le costó ‘el cacharro’ a base de echarle más imaginación todavía a la
vida. Incapaz de privar a mis hermanos y a Evaristógenes de
cualquiera de sus pequeños placeres cotidianos (los sobres de
‘estampitas’ de los niños, la tapita de cantimpalo para mi padre, etc.),
renunció al habitual café vespertino con sus amigas, alargó todavía un
poco más la vida de sus zapatos y remendó sus vestidos, además de
realizar algún que otro encargo de costura, para reunir el dinero antes del cumpleaños de mi padre.
Años más tarde, cuando mi familia
atravesaba una más que delicada situación económica, mi madre siguió
apañándoselas para estirar hasta lo indecible las pocas pesetas que
llegaban a casa, anteponiéndonos siempre a los demás.
Sólo con darle un par de vueltas a la
cabeza, me vienen a la memoria casos similares en los que las madres
demuestran una vez tras otra un coraje y una determinación
extraordinarios para sacar adelante a sus hijos, resolviendo situaciones
y conquistando objetivos que a priori se antojaban inalcanzables,
luchando hasta la extenuación.
Es por ello que finalmente he decidido - aprovechando además las fechas que vivimos - dedicar mis letras de este mes a las madres; esas figuras imprescindibles e incansables que nos cuidan desde nuestro nacimiento hasta el final de sus días y para las que nunca dejamos de ser niños.
Ahora sí que no albergo duda alguna; no
puede existir nada mejor sobre lo que escribir. Y aunque sé que todos
tenemos a la mejor madre del mundo, quisiera destacar con estas letras a
tres de ellas, por lo que suponen para mí.
En primer lugar, querría homenajear a mi cuñada Carmen, quien me regaló mi primer sobrino y ahijado hace ya casi dos décadas, y
que pocos años después volvió a llenarme de felicidad al traer a este
mundo a Lucía, mi única y preciosa sobrina. No podría obviar a mi
hermana, mi ‘tata’ de pequeño y que se desvive por sus dos hijos… y por todos lo que la rodeamos.
Y quería dejar para el final a mi madre,
que a pesar del peso de los años y sus achaques, sigue conservando una
inquebrantable fe en mí, a pesar de no haber sido precisamente un modelo de comportamiento durante más tiempo del que hubiera sido deseable.
Es una lástima que el que les escribe no sea usuario habitual de sombrero, porque si así fuera, en este momento me lo quitaría e inclinaría mi cabeza en señal de reconocimiento y aplauso a todas las madres del mundo.
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