miércoles, 1 de octubre de 2014

Bloqueo creativo

Llevo días intentando decidir el tema al que dedicar el rinconcito que Paco Márquez me reserva cada mes en su Universo Gaditano. En un principio, pensé en escribir sobre el preocupante aumento de gaditanos que consideran legítimo el uso del insulto, la amenaza o el escándalo como método para acceder a una vivienda o conseguir una licencia ‘por la vía rápida’, aunque sea en detrimento de otros en peor situación. En concreto,  se me vino a la cabeza  - por ser el más mediático -  el caso de Milagros Arzúa y sus tres hijos. Por una parte, no comparto ni puedo aceptar la manera de actuar de esta joven y sus defensores; pero por otro lado, soy consciente de que es muy sencillo criticarla por sus formas desde este cómodo sillón y con el techo que cubre a mi familia asegurado. Esta tesitura generó en mí un conflicto ético y moral, del que la única conclusión clara a la que pude llegar fue  la de que cuando legalidad y humanidad no van de la mano, es porque la primera está mal concebida y por lo tanto es necesario modificarla o sustituirla por otra u otras que garanticen la justicia y la dignidad de las personas.
Días más tarde, mientras navegaba por la red, me di de bruces con otro tema susceptible de convertirse en artículo: una descarnada crítica a José Pettenghi, a su pesimismo existencial y a la orientación ideológica de  sus columnas de opinión. En ella, el único argumento  - si es que así puede denominarse –  que utilizaba el autor  (bajo pseudónimo por supuesto) para atacar al que fuera concejal y director del Instituto Columela, era, una vez más, el de la trayectoria vital de su padre, el coronel Pettenghi. Entre otras cosas, reprochaba al profesor el hecho de haber pasado su infancia en el Gobierno Militar y haber acompañado a su padre cuando era sólo un niño. Pensé que el anónimo autor de tan burdo y despectivo escrito (casi un calco del publicado hace un par de años por José Blas Fernández), podría tratarse de una de esas personas incapaces de concebir siquiera la idea de que todos los seres humanos tenemos, por el simple hecho de serlo, el derecho natural de pensar por nosotros mismos (otra cosa es que hagamos uso de él o no). Total, que una vez más lo atacaban simplemente por ser ‘un hijo de su padre’; un hombre, por cierto, que además de militar, fue defensor y difusor de la cultura como pocos, poseedor de un vasto conocimiento que abarcaba diferentes disciplinas  - destacando las Bellas Artes  -  y un narrador excepcional. Tras pocos minutos, me di cuenta de que sería un desperdicio emplear este espacio para comentar las palabras de alguien que ataca como todos los cobardes, embozado, con la única intención de zaherir a Pepe Pettenghi y con un desconocimiento absoluto de la figura de su progenitor y de la suya propia.
En definitiva, seguía sin tema para mi artículo. Por mi mente, cada vez más inquieta por un interminable bloqueo creativo, desfilaron varias posibilidades, entre las que figuraba la de comentar la reciente apertura de ‘La taberna del Anteojo’, de la mano de Pepe Ferradans, con la que Cádiz recupera uno de los nombres míticos de nuestra hostelería. Su propietario, como pueden imaginar, es el hijo del inolvidable y querido José Ferradans Iglesias, ‘Pepiño’, que a base de  sangre, sudor y lágrimas, levantó el mejor restaurante de Cádiz, con un salón de celebraciones en el ático desde el que la  mar, bañada por el sol, realmente parecía ser de plata pura. Pero al final, tampoco terminó de convencerme la idea.
Desazonado y un tanto cabreado, decidí dar un último repaso a las posibilidades que había sopesado y observé que, en el fondo, todos recogían historias de padres e hijos; desde Mila Arzúa hasta José Ferradans, pasando por Pepe Pettenghi.
Justo en ese punto, me di cuenta de que había tenido delante todo el tiempo la respuesta a mis cuitas y quebraderos de cabeza. Recordé a mi padre, escribiendo en su despacho de casa con la ruidosa Olivetti eléctrica que mi madre le había regalado a mediados de los 70, antes incluso de venir yo al mundo. Según me relató mi progenitor en numerosas ocasiones a lo largo de los años, mi madre reunió las 150.000 pesetas  -  un capital para la época -  que le costó ‘el cacharro’ a base de echarle más imaginación todavía a la vida. Incapaz de privar a mis hermanos y a Evaristógenes  de cualquiera de sus pequeños placeres cotidianos (los sobres de ‘estampitas’ de los niños, la tapita de cantimpalo para mi padre, etc.), renunció al habitual café vespertino con sus amigas, alargó todavía un poco más la vida de sus zapatos y remendó sus vestidos, además de realizar algún que otro encargo de costura,  para reunir el dinero antes del cumpleaños de mi padre.
Años más tarde, cuando mi familia atravesaba una más que delicada situación económica, mi madre siguió apañándoselas para estirar hasta lo indecible las pocas pesetas que llegaban a casa, anteponiéndonos siempre a los demás.
Sólo con darle un par de vueltas a la cabeza, me vienen a la memoria casos similares en los que las madres demuestran una vez tras otra un coraje y una determinación extraordinarios para sacar adelante a sus hijos, resolviendo situaciones y conquistando objetivos que a priori se antojaban inalcanzables, luchando hasta la extenuación.
Es por ello que finalmente he decidido  -  aprovechando además las fechas que vivimos  - dedicar mis letras de este mes a las madres; esas figuras imprescindibles  e incansables que nos cuidan desde nuestro nacimiento hasta el final de sus días y para las que nunca dejamos de ser niños.
Ahora sí que no albergo duda alguna; no puede existir nada mejor sobre lo que escribir. Y aunque sé que todos tenemos a la mejor madre del mundo, quisiera destacar con estas letras a tres de ellas, por lo que suponen para mí.
En primer lugar, querría homenajear a mi cuñada Carmen, quien me regaló mi primer sobrino y ahijado hace ya casi dos décadas,  y que pocos años después volvió a llenarme de felicidad al traer a este mundo a Lucía, mi única y preciosa sobrina. No podría obviar a mi hermana, mi ‘tata’ de pequeño y que se desvive por sus dos  hijos… y por todos lo que la rodeamos.   
Y quería dejar para el final a mi madre, que a pesar del peso de los años y sus achaques, sigue conservando una inquebrantable fe en mí, a pesar de no haber sido precisamente un  modelo de comportamiento durante más tiempo del que hubiera sido deseable.
Es una lástima que el que les escribe no sea usuario habitual de sombrero, porque si así fuera, en este momento me lo quitaría  e inclinaría mi cabeza en señal de reconocimiento y aplauso a todas las madres del mundo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario